Mi tío Juan modela lámparas desde hace varios años. Químico de
profesión se dedicó a jugar en distintas sintonías del plástico y con distintas
texturas y cuerpos. Con el tiempo hubo una forma que lo fue atrapando: el
cilindro alargado, de boca más o menos ancha, de espesor diferente en los
cuerpos, y de alturas antojadizas: cilindros devenidos en lámparas de una luz
tenue en su interior. Mi tío Juan fue durante gran parte de su vida un hombre
viajero, como él mismo se definió: un barco fuera de lugar toda su vida, esto
dicho porque vivió más de treinta años en las tierras imperiales del norte.
Volvió a la Argentina
por unos años a tomar unas buenas bocanadas de aire del sur (nunca olvidó que
era hombre de por acá), y después emprendió el regreso. En esta nueva travesía
fue que las circunstancias lo llevaron a aliviar la bodega, a desprenderse de
objetos varios, y entre ellos, dejó para retirar en un después, sus preciadas
lámparas. Quedaron en mi poder, guardo varias, y entre ellas una, la que quizá
simbolice la cúspide de su creación, porque Juan es, tal vez sin saberlo o de
modesto o reacio a los grandes títulos, antes que químico, un artista.
Enciendo la lámpara sobre la biblioteca. Está acompañada de libros
y de adornos, sobre la pared donde se apoya cuelgan dos cuadros de mi papá, el
acrílico del café Margot y el que aparece en la tapa del libro de poesías de mi
abuelo paterno, Julio Martín. Desde la primera vez que la vi encendida que
sueño con este momento, es decir, el de la escritura. Hace meses que quiero escribir la lámpara: parece cielo de
tormenta, se ve claridad en la base, cerca del horizonte, y claridad en el
cielo alto, esa parte que conecta, engancha, con el camino cierto al universo
profundo; la mayor parte del cilindro de unos treinta y cinco centímetros de
altura está ocupado por una mancha: el germen tormentoso que en su mitad muestra
una leve brecha clara. La lámpara es la imagen del misterio, se me ocurre
pensar en el misterio fundacional de la vida. Al menos así lo sentí, lo supe, a
la primera contemplación. Fue cuando mi tío Juan dijo que estaba hecha con una
sustancia fotosensible, y que con el tiempo la masa oscura iba a terminar
aclarándose.
En la noche de este fin de año me propuse un juego, prenderla y
apagarla mientras a continuación pensaba en alguna imagen hurtada a Buenos
Aires, una imagen que contuviera un toque de fantasía. La lámpara mágica de mi
tío Juan, como si de arbolito navideño se tratara, iluminó un puñado de fotos
narradas.
Sostengo que lo primero que iluminó fue la cercanía de un río o de
una laguna, porque además, Buenos Aires cada vez se parece más a un gran charco:
el charco primigenio donde tanto bicherío variopinto se da a la vida en
tránsito, porque es inevitable, el bicherío irá, por instinto (ojalá que sí),
en la búsqueda de una huella de río o de laguna sobre el cemento ardiente de la
ciudad. Luego de encender y apagar la lámpara volví a ver al pescador de San
Cristóbal. Llevaba una caña de pescar (obvio), un morral, gorra de pescador y
caminaba con tranco de pescador. Oteaba la calle buscando el horizonte que
supongo imaginaba cercano a la esquina de Matheu y Estados Unidos. El pescador
buscaba su río o su laguna sobre la vereda del Cao. Yo llegaba al café con
Eduardo Noriega, el fotógrafo, pero lamentablemente iba desarmado. La presencia
me sorprendió, ¿qué hacía un pescador pronto a disponer su oficio a metros de
mi café sobre Independencia?
La avenida Independencia fue alumbrada con el arte de mi tío en el
recuerdo. Porque al ver al pescador cercano al Cao pensé en agua de río y luego
en barcos, y especialmente en barcos fuera de lugar, como mi tío Juan. En el
pasado caminaba por Independencia hacia mi departamento, unos quince minutos
después de la medianoche. Dejé de mirar el piso cuando descubrí que avanzaba
por la avenida desierta y el invierno, una camioneta atiborrada de luces
amarillas. Avisaba, abría paso para los barcos. Es sabido, los fantasmas eligen
andar por las avenidas, y entonces es factible toparse con uno, pero lo que no
sabía es que en las avenidas uno puede encontrarse con barcos fantasma. No sólo
fantasmas de la tierra, ahora fantasmas de río sobre la casi totalidad de la
anchura de Independencia. Dos barcos lentos y oxidados sobre plataformas
rodadas, barcos transitando desde la muerte en el Riachuelo de la fantástica
mugre.
Vi la tormenta otra vez, click que enciende y click para un final,
y entonces fue el turno del colectivo 23. Un mediodía de la primavera del año
anterior abordo la nave en Catamarca y Estados Unidos. Camino hasta los
asientos del fondo. Ocupo el lugar vecino al de la ventanilla, que está
habitado por un hombre de unos sesenta años. Tiene alguna apariencia extraña,
pensé cuando detecté su murmullo: era constante, imposible de entender. Miraba hacia
las veredas, parecía estar buscando a una persona. De repente giró la cabeza y
me miró a los ojos. Habló, no entendí, o sí, pero quería volver a escuchar y
entonces dije: ¿Cómo?, al tiempo que me acercaba unos centímetros: Me tiran los
bonaerenses y me tiran los federales, se me va todo al estómago, y me hace dar
mal aspecto. Asentí con la cabeza, guardamos silencio, él volvió a la
ventanilla, y yo me quedé con su declaración en la memoria.
Faltaban unos minutos para la última medianoche del año cuando el
saludo de la lámpara alumbró a mi diariero amigo, Lucas, en su puesto de
batalla de la esquina de Estados Unidos y Jujuy. Hace unos días me detuve a
saludar y Lucas andaba con un sucedido
en la punta de la lengua: Sabés que había un chabón parado en la esquina, lo
vi, no hacía nada, estaba ahí (señala el punto exacto en la baldosa). Me ve, se
acerca y dice: Vi un águila calva, me pasó a cuarenta centímetros de la cara. Pregunté:
¿Un águila calva? El tipo me dice: Sí, era como un cóndor. No podía creer lo que
contaba: ¿De dónde venía?, pregunté. Venía por Independencia, dobló en Jujuy.
Lucas luego refirió el silencio posterior a la escena y la desaparición del
avistador de pájaros de gran porte.
La avenida Independencia a esta altura del relato parece convocar
situaciones extrañas, pero la que sigue comenzó en el cruce exacto de Belgrano
con Jujuy. Entre las cinco y las seis de la mañana volvía yo de mi viaje al fin
de la noche en la tierra virutera, entiéndase: de La Viruta , la milonga de
Palermo, mi lugar de trabajo, cuando veo que un muchacho de veintipico de años,
con las manos libres, es decir, no usaba capote de color, no llevaba espadín,
tampoco usaba el sombrerito típico ni el traje ajustado y con brillos, la iba
de torero en la mañana. Encaraba sin miedo, asustaba a la bestia, ah, sí, ¿la
bestia?, un colectivo de la línea 84, que permanecía varado en la encrucijada
de arena. El torero amagaba correrse, el bondi avanzaba un metro y vuelta a
empezar. Reía el torero, puteaba el bondinero. El lance duró hasta que el
muchacho vio que doblaba un 118 y tomaba Jujuy. Perdonó la vida al 84 y salió
corriendo hasta superar al 118, justo cuando este se detenía en la parada. Se
renovó la corrida en las cercanías de Once, un río especial dentro del gran
río, de la gran laguna mi ciudad. Abandoné al torero y seguí con mi camino, y vuelvo
a dejarlo después de haber encendido y apagado una vez más la lámpara de mi tío
Juan.
En la lámpara mágica presentí el misterio fundacional de la vida,
vi la parte tormentosa y vi la cuota de luz. Cuando Juan me aclaró (justamente)
la clave de elaboración de la misma, la condición fotosensible de la materia, cerré,
entendí, disfruté del círculo perfecto. Lo oscuro devendrá en luz a través de
los días, me dije que así la vida de las personas, incluida la vida del creador
de la lámpara mágica, porque mucho lleva hecho Juan sobre esta tierra humana (sí,
otro tipo al que nunca le hizo falta un dios), y quizás en este viaje mi tío la
juegue de soltar un poco de bulto, de
acercarse un cachito más a la sabiduría, la luz o su sinónimo, el espíritu. Vivir solo cuesta vida, cantó el Indio
Solari cuando era Redondito y de Ricota, y Juan sabe de la tormenta y sabe de
la luz.
Imagino y quiero una llegada digna a la luz para los fantásticos
de este relato: el pescador, los capitanes de los barcos, el señor del 23, el
observador del águila calva, el torero de Once. Una especie de deseo de fin de
año, ojalá que todos tengamos el descubrimiento del espíritu o la luz en camino
de colisión frente a nuestra mirada, como sucede y sucederá en la lámpara
mágica de mi tío Juan.
Estoy lejos y cerca de mi tío; establecimos, antes de su partida
al norte, un compromiso de comunicación: el primero de nosotros que pase al
otro lado de la sombra debe tratar, si se puede, y si hay paisaje que referir,
de dar noticia y pistas al que todavía ande en estas cuestiones del vivir. Me
dijo que él me avisa, siempre un caballero. Imagino que será emotivo y muy
interesante, ya que el comunicador sabe de las cuestiones que encierran tanto
la tormenta como la conciencia y su luz. El hacedor de la lámpara transitó en
repetidas oportunidades la línea del horizonte de este río, de esta laguna:
nuestra Buenos Aires, y como nunca olvida, volverá a hacerlo.