Hay momentos en
que los colores de un paisaje suspenden sus funciones vitales. Ocurre ahora
mismo: la mujer camina dentro de un cuadro que muta. Desde este banco de madera
veo claramente la presencia viva y envolvente del aroma, que solo esta vez
simulará ser un color. Cuando un paisaje torna sus silencios hacia el sepia, el
tiempo se dispara alto en el cielo, y aquello que era rodeado por una mañana
más, deviene al instante en final de último atardecer. Las fronteras entre los
reinos atenúan su decisión, el aire se hace niebla, y las sombras se
transforman en decididas espectadoras. Puede que el sol en su retroceso
produzca un leve silbido en la escena, pero no estoy seguro. El paisaje que llega
a su centro sepia es como la memoria de un hombre mayor, pierde contornos, deja
escapar detalles: los pequeños habitantes de historias sin importancia. Se
purifica y aligera el alma porque se presiente que el final de la gran historia
se acerca. La mujer sabe que va hacia su muerte en sepia. Escribí una serie de
relatos mínimos, pero quedaron en la nada del aroma, que es testigo y parte
mientras no arremete. El título fue “En sepia”. Nunca lo publiqué. El aroma
sepia, en el único instante en que atenta contra el paisaje todo, se funda
sangre adentro de la persona atravesando la piel de la cara. Anida unos
instantes entre los ojos, donde se guarda la memoria. No se respira mientras
sucede la mutación de la luz, de la historia. La mujer camina hacia su muerte.
Lo sabe. Va hacia la niebla del puerto, que siempre está más allá del encuadre.
Recuerdo el día en que caminé sobre el aroma.
lunes, 16 de junio de 2014
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