Una mujer blanca como el azúcar trabaja sobre el
océano palabrero. Construye una identidad, la suya. Acaricia el teclado como
solo puede hacerlo una mujer. Hay una cuota de erotismo en ello. Las manos
delicadas van y vienen montadas sobre el ratón. El pensamiento atento a la
palabra dictada en el ciberespacio. Aparecen unas fotos, podría afirmarse que
iguales, o casi, a las de ayer o a las de antes de ayer. Ella apenas las mira.
De las manos nace un registro que se funde en la identidad de quien escribe, en
las almas desde donde la inteligencia funda una manera de ser, de relacionarse
con el mundo y sus criaturas. Piensa en el hombre, porque es un hombre el que
espera en el otro extremo de esta historia. El movimiento que ella hizo sobre
el teclado fue ínfimo. Miró como para asegurarse de que la señal fuera la
correcta. Ella se adivina una mujer dulce, y dulce es, se lo decía a una amiga,
su hacer a través de la palabra y la imagen. Lleva años repitiendo la ceremonia:
no hay cansancio, no hay otro estímulo que la desvíe de su quehacer y
compromiso. Es cierto que la felicidad existe, y que se la puede encontrar en
distintos lugares, porque no hay un mundo solo: hay otros mundos, pero están en
este. No recuerda quién lo escribió. Una vez segura de lo escrito, se dispuso a
hacer el envío. Soltó las amarras del mensaje y el ciberespacio engulló su
presencia, su esencia, en un instante. Alcanzó a leerlo: Ja. Enseguida picó
fuerte al pie de las fotos: me gusta, y se sintió libre. Le contaron, no se
acuerda quién, que hubo mujeres esclavas, pero ella también está libre de culpa.
lunes, 12 de enero de 2015
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